Vagaba
por la calle como cualquier jubilado pero con la humilde expectativa de vivir
muchos años más. Mi atención como siempre iba encaminada a esas personas que
son capaces de soportar a otras personas, es decir, a casi todo el mundo en sus
cabales. Esta vez mis ojos se detuvieron en una pareja (para variar). Pero la
pareja en cuestión no era una pareja joven ni agradable a la vista,
posiblemente nunca saldrían en ninguna película, ni en televisión y menos mal.
Él
un hombre de unos cincuenta años, estatura media y visibles problemas de
sobrepeso abrazaba a su susodicha y la besaba con pasión exacerbada. Ella una
mujer de edad y estatura similar a su amante y de proporciones también
abundantes, continuaba el beso de su querido hombretón.
La
pareja se fundía en un repugnante beso y puedo prometer que nada tenía que ver
con su apariencia física. Más que besos podría decirse que se succionaban la
boca mutuamente, parecía que iban a absorberse de un momento a otro. Se relamían y juntaban sus babeantes bocas una y otra vez, como dos quinceañeros
descubriendo una parte oscura del noviazgo.
He
de admitir que la escena me revolvió el estómago y me dejó con un
sarcasmo que me hacía ver mi ridícula tarde de una forma mucho menos patética. Aún
así volví a mirarles mientras cruzaba la calle. Mi cuello casi se iba a girar
por completo y mis ojos parecería que fuesen salirse de sus órbitas, pero mis
Ray-Ban estaban para salvarme de la embarazosa situación y disimular.
Allí
seguía la curiosa pareja, devorándose, regodeándose en saliva ya adulta.
Mientras se palpaban y agarraban con fuerza sus cuerpos sudorosos y grasientos,
sin dejar un respiro a los observadores de mala tinta como yo. Era un precio
que estaba dispuesto a pagar. No sé cual es la forma idónea de envejecer pero
desde donde yo les veía, puedo dar las gracias por no haber sido partícipe de
aquel festín.
Lo que sí puedo deciros es no que ví ningún atisbo de vergüenza o infelicidad
en la pareja. Al fin y al cabo, no eran jóvenes, no eran atractivos y no
besaban muy bien, pero por un momento (quizás demasiado largo) esos cabrones
fueron los reyes del mambo. Y creedme seguro que esa pareja se merece algo más
a que un perdedor como yo cuente su historia, tan digna y tan libre como las de
los demás. Que no cesen los besos guarros, ni la gente deje nunca de ser feliz, sea como sea.